jueves, 7 de agosto de 2014

Perú: Debate sobre las independencias. Bicentenario 2021. Participan Martín Tanaka, Juan Carlos Estenssoro y Cecilia Méndez

Independencias por Martín Tanaka

Los historiadores Juan Carlos Estenssoro, Carla Granados y Cecilia Méndez, con el apoyo del Instituto de Estudios Peruanos y del Instituto Francés de Estudios Andinos, entre diversas instituciones, están promoviendo importantes actividades alrededor de la celebración de la independencia: un concurso de ensayos, “Narra la independencia desde tu pueblo, tu provincia o tu ciudad”, y un seminario internacional, “Las independencias antes de la independencia”. El concurso buscó visibilizar la complejidad y extensión del proceso independentista, y los ganadores dan cuenta de sucesos ocurridos en Huacho, Arequipa y Tarapacá. Es decir, la independencia fue mucho más que la proclama del 28 de julio de 1821 de San Martín en Lima, fue una suerte de guerra civil que movilizó gran parte de la población del territorio que se convertiría en el Perú. De allí que el seminario hable de diversas “independencias” antes de 1821, luchas que se remontan cuando menos hasta 1810, con la rebelión de Francisco de Zela. 
Los organizadores impugnan el desinterés oficial y la simplificación del discurso público sobre la independencia, que suele obviar a personajes como Túpac Amaru, Zela, Paillardelle, los hermanos Angulo, Pumacahua, entre otros. Estenssoro señala en entrevistas que esto sería parte de un espíritu de los tiempos desdeñoso del pasado, de las humanidades y de la reflexión crítica; Méndez, que esto podría expresar el desdén centralista por las provincias y el recelo que genera en las élites la movilización popular. 
¿Reivindican parcialmente los organizadores, sin pretenderlo, la retórica oficial de 1971, con su énfasis en los precursores y próceres, y la noción de que la nación peruana tenía importantes bases de legitimidad popular, noción cara tanto a la historiografía conservadora como a la retórica del nacionalismo velasquista que se juntaron curiosamente alrededor de la Comisión Organizadora del Sesquicentenario? (visión cuestionada por Heraclio Bonilla y Karen Spalding con su célebre tesis de la “independencia concedida” por fuerzas extranjeras). Podría decirse también que caracterizar el proceso independentista como “guerra civil” lleva a distanciarse un poco del discurso anticolonial convencional, otro punto de contacto posible con una narrativa conservadora. Sin embargo, intuyo que los organizadores quieren, aunque no de manera explícita, reivindicar la capacidad de agencia de los actores sociales en general y de los populares en particular, que no habrían logrado tener propiamente representación ni en el orden colonial ni en el republicano. Sería muy bueno intentar convertir esa intuición en un discurso historiográfico que compita con los desgastados existentes. 
Esa tarea resulta más pertinente considerando que estamos ante la gestación de una nueva narrativa de la peruanidad, alrededor de valores como el “emprendedurismo”, la creatividad, y una reivindicación nacionalista (“Marca Perú”) que tiende a soslayar nuestras deudas históricas pendientes.      

Narra la independencia desde tu pueblo: Historia, Historiografía y memoria. Un aclaración necesaria, en respuesta a Martín Tanaka

Por Juan Carlos Estenssoro                
 Conmemorar el advenimiento de nuestra vida independiente no debería ser la simple ocasión para un festejo sino también para repensar colectivamente la forma como se gestó la república peruana. Ese ejercicio crítico se hace urgente pues el Perú vive hoy en la paradoja de tener los medios para avanzar sin lograrlo, y se enfrenta a una transformación geopolítica que debería descentralizar y democratizar el país pero que (independientemente de su mal diseño) ha sido y es frenada por actos y palabras profundamente autoritarios y violentos. Esta situación invita a retomar la historia y contrastarla con la memoria histórica, es decir con aquello que creemos que es nuestro pasado. No propongo el ejercicio para encontrar explicaciones reconfortantes a nuestras dificultades en un pasado atávico que nos impediría avanzar sino porque la imagen del pasado inculcada desde las escuelas y los medios de comunicación, además de revelarse insuficiente para contribuir a las elaboraciones que reclama el presente, constituye un freno a ese cambio.

Una mayoría de peruanos cree que la independencia se reduce a (o al menos tiene por punto culminante) la llegada del general José de San Martín y se cumple con la declaración hecha en la plaza de armas de Lima el 28 de julio de 1821. Si esa proclamación constituye el acta de creación del estado peruano (impotente, frágil y casi invisible entonces en un territorio que desbordaba ampliamente el Perú actual), el proceso comenzó mucho antes y sólo concluyó después de la capitulación de Ayacucho.
Prueba de que esa visión parcial y falsa de la independencia está anclada en la memoria colectiva es la expectativa, promovida por los medios, de que estamos rumbo al 28 de julio de 2021 con un efecto de cuenta regresiva, como quien espera que llegue un nuevo siglo o que suenen las 12 para brindar y lanzar los fuegos artificiales. Esa espera refuerza un efecto de tiempo calendario, de hora que llegará inexorable y de acto mágico que se cumplirá, independiente de toda voluntad.
Los objetivos explícitos de lanzar un concurso de ensayos con el título “Narra la independencia desde tu pueblo, tu distrito o tu ciudad” han sido los siguientes. En primer lugar, convocar a todos aquellos que se preocupan por hacer historia local o regional, que se esfuerzan por recuperar y hacer fructificar nuestro patrimonio documental en todos los puntos del país. Conocer su trabajo, valorarlo y dar visibilidad a su esfuerzo debía ser el primer paso, previo a la apertura de ese debate necesario. No había que imponer ninguna agenda antes de haber escuchado al mayor número posible. El concurso partía también de la necesidad de poner por un momento entre paréntesis nuestro propio discurso académico y lanzar el debate con discreción, abriendo el juego, tan cerrado en el Perú a unos cuantos historiadores que siempre ganan las convocatorias y concursos. Narrar desde los pueblos era abrirnos a descentralizar y “descentrar” la narración de la independencia: cambiar el punto de vista único y variar la focalización sin dejar por ello de pensar el conjunto del país. Por lo demás, la convocatoria daba, adrede, total libertad para elegir límites geográficos (invitaba a integrar espacios que no forman parte hoy del Perú para evitar los escoyos nacionales y nacionalistas que rigidizan tantas tradiciones historiográficas y también incitaba a jugar con las escalas micro y macro regionales e incluso la continental) y cronológicos porque hoy las tendencias historiográficas más visibles excluyen radicalmente cualquier evento anterior a 1808 del proceso de las independencias latinoamericanas. Túpac Amaru y todas las rebeliones indígenas, mestizas y criollas del siglo XVIII han quedado fuera de la narrativa de la independencia por un doble silencio: historiográfico y también interno (el Túpac Amaru histórico se asocia anacrónicamente, por lo visto, a una figura velasquista, y puede que también al MRTA). El resultado es que en el Perú, hoy por hoy, no existe ningún consenso sobre cuándo comienza el proceso de independencia y ello constituye uno de los fracasos de la renovada historiografía latinoamericanista reciente que, al seguir siendo incapaz de comprender o explicar el caso peruano en toda su complejidad, se resuelve a definirlo, una vez más, como el espacio de feroz reacción antirrevolucionaria contra el que tuvo que luchar toda América del Sur para lograr su libertad: la sempiterna historia de una independencia no lograda sino concedida.
Responder a preguntas e insinuaciones respecto de un concurso y un coloquio planteados en términos de hoy a partir de cómo veían Heraclio Bonilla y Karen Spalding hace cincuenta años los festejos del velasquismo sería prestarme a ofrecer un penoso número de contorsionismo académico digno de cierta historia contrafactual. El paisaje historiográfico ha cambiado desde entonces tanto como, en Lima, el perfil de la Costa verde. El que politólogos de visibilidad pública no lo perciban muestra lo poco que en el Perú se lee a los historiadores. El debate de 1971 está ampliamente superado. Bonilla creía y siguió creyendo en algo que él no inventó, en “el mito de la independencia concedida” (la expresión es de Scarlett O’Phelan), manteniendo de ese modo en el centro de la narrativa a la plaza de armas de Lima el 28 de julio de 1821 como muchos sanmartinianos ilustres y conservadores que participaron de los festejos de 1971 y de su comisión del sesquicentenario que él tanto criticaba. No me serviré del fácil recurso retórico que consiste en lanzar el estigma de “conservador” para invalidar o cuestionar a nadie. Pero invito a todos a constatar que limitar la memoria de la independencia a la imagen de San Martín en el invierno limeño (que se encuentra también en el corazón de la independencia concedida) es negar a los peruanos una profundidad histórica que se merecen. Pensar la independencia hoy requiere tener en cuenta lo que el Perú es, y, sobre todo, lo que puede ser, pero no nos obliga a denunciar nuevamente que el nacionalismo del velascato pudo encontrar hace medio siglo un acomodo con la historiografía académica. Ello produjo, en su momento, una reflexión política interesante pero no generó una producción historiográfica durable ni fecunda. En cambio, al César lo que es del César, la historia “conservadora” de entonces, si bien no dio al Perú en ese momento ninguna contribución historiográfica ni un debate crítico de nota, produjo la Colección documental, un corpus de fuentes de una riqueza extraordinaria que, aunque sus propios autores no supieron explotarlo, sigue siendo una herramienta de primer orden. A ver si una de las tantas comisiones actuales se anima a digitalizarla y colgarla gratuitamente en Internet, ya que muchos trabajos recibidos en el concurso explotan esas fuentes de modo original y creativo y sus autores han comentado sus dificultades y esfuerzos para acceder en provincias a dicho material.
Tanto Cecilia Méndez como yo hemos contribuido lo suficiente a la deconstrucción de una nación peruana esencializada en nuestros escritos como para que alguien pueda imaginar que existe una coincidencia entre nuestro proyecto y una historia patriotera de héroes y precursores. Pero que pueda “decirse también que caracterizar el proceso independentista como ‘guerra civil’ lleva a distanciarse un poco del discurso anticolonial convencional, otro punto de contacto posible con una narrativa conservadora” merece una reflexión.
Comparar la independencia con una guerra civil es un modo de hacer ver la pluralidad de posturas que adoptaron los diversos actores históricos (entre ellos, por ejemplo, los criollos de ambos bandos, y que fueron los principales beneficiarios del proceso, se autodenominaron “españoles” hasta muy tarde). Pero, por lo visto, el “discurso anticolonial convencional” (que pese a lo convencional no sería “conservador”) es de tal pobreza en su proyección histórica que forzaría a descartar toda disidencia como imposible y convertiría el asociar “guerra civil” a “sociedad colonial” en un oxímoron. Las consecuencias ideológicas de semejante silogismo son una prueba nefasta de una posición “no conservadora” que no dice su nombre (¿de avanzada, marxista, revolucionaria, vanguardista, moderna, científica, correcta, liberal?). Lo que se designa como “discurso anticolonial convencional” ha sido y es una excusa fácil para no estudiar ni comprender nuestro pasado colonial.
El Perú es un país con un pasado colonial. Desde hace ya un siglo muchos (demasiados) usan esa evidencia para explicar sus múltiples males y, al mismo tiempo, estigmatizan toda preocupación por la comprensión de esa realidad como si pensar el pasado colonial fuese per se una forma de nostalgia colonialista. Una de las consecuencias profundamente dañinas de semejante razonamiento es la de ocultar que muchas de las discriminaciones e injusticias de este país son productos y realidades contemporáneas apoyadas en la facilidad de atribuirlas a un pasado colonial que se imagina pero que se desconoce (posee una memoria pero carece de historia). Otra es la de pensar el Perú como un país irremediablemente escindido. Desde los años fundadores de nuestra república, alegar el pasado colonial ha sido una de las más fuertes herramientas para la exclusión. Se argüía desde entonces que las diferencias al interior del país eran consecuencias o taras coloniales. Que esas poblaciones eran víctimas del colonialismo y, por tanto, su alteridad era un lastre para el progreso de la nación. Se reclamaba su alineamiento con las fórmulas de los bien pensantes: debían negarse y disolverse para tener derecho a existir, de manera muy similar a lo que ciertos neoliberales practican hoy en que, nuevamente, en aras de la modernidad se exige la discriminación. Esta voluntad de ignorancia sobre la realidad colonial es compartida por otros tantos paternalistas profesionales (de muy diverso borde político) que viven sacando provecho de las víctimas y que esencializan las diferencias descontextualizándolas de todo referente político. Se ha logrado imponer así nuevos marcos legales que obligan a muchas poblaciones a definirse en términos coloniales, a reinventarse y disfrazarse de una etnicidad como único modo de reclamar los derechos que no pueden obtener como ciudadanos. La negación de la historia colonial lleva a ignorar perversamente que la categoría indio -cinco minutos de reflexión con el puro sentido común deberían sin embargo bastar para cobrar consciencia que no existía tal categoría en América antes del “descubrimiento” y conquista- no corresponde a ninguna realidad étnica sino que es una categoría fiscal y jurídica del poder colonial. Pregúntese quién es aquí conservador.
En respuesta a la convocatoria de Narra la independencia desde tu pueblo, 60 trabajos detallan el proceso de independencia desde un número casi tan alto de lugares de la geografía peruana, en español, aymara y quechua, sin necesidad de mencionar a José de San Martín en la plaza de armas un 28 de julio, mostrando que la intuición era correcta. Existe una producción historiográfica local de calidad que no se conoce a nivel nacional. Existen memorias y conmemoraciones locales de la independencia que no son tenidas en cuenta y que deberían serlo para democratizar y descentralizar un bicentenario que no debe esperar el 28 de julio del 2021. Existe en las regiones una expectativa de visibilidad a la que todos los peruanos deberíamos estar atentos.
Los días 7 y 8 de agosto se podrá escuchar a los ganadores de Narra la independencia desde tu pueblodiscutiendo con investigadores profesionales que han sido claves en la historiografía peruana y peruanista. Espero que este primer experimento sirva para ir construyendo, colectivamente, una nueva imagen de la independencia. Enmarcando el coloquio, el día 6 tendrá lugar una conferencia debate en el MALI sobre la importancia de las lenguas indígenas en la experiencia de la modernidad y de la cultura letrada en el Perú y el día 9 un taller sobre lenguas indígenas e historia cerrará el evento. Ambos son temas que exigen repensarse con una mirada histórica que despercuda otra memoria sin historia, adormecida y anquilosan.
Independencias y los fantasmas de la insurgencia
06/08/2014
Por Cecilia Méndez; Respuesta a Martín Tanaka
Cuando se propone algo nuevo y distinto, las chances de que sea leído con los ojos de los viejos paradigmas son altas. Y esto es lo que ha sucedido con el artículo que Martín Tanaka publicó hace unos días en un medio local sobre el concurso de ensayos "Narra la independencia desde tu pueblo, tu distrito o tu ciudad" y el coloquio internacional "Las independencias antes de la independencia".
Juan Carlos Estenssoro, coorganizador, conmigo, de los mencionados eventos, ha respondido larga y elocuentemente a las insinuaciones y distorsiones en las que incurre Tanaka, en un artículo cuyos argumentos suscribo e invito a leer aquí. Por tanto, en lo que sigue, me limitaré a esbozar algunas precisiones adicionales, a modo de complemento.
El hecho de que Tanaka haya entendido nuestro llamado a pluralizar y deslimeñizar-dessanmartinizar la memoria de la independencia como un retorno a la "retórica oficial" del nacionalismo velasquista "con su énfasis en precursores y protagonismo popular" es profundamente revelador de hasta qué punto algunos sectores de la sociedad peruana siguen presos del trauma que para ellos significaron las reformas sociales del velascato, lo cual lastimosamente los inhabilita para pensar en los personajes y procesos históricos en sí mismos, sin que salga a relucir el "espectro" de Velasco.  De allí que mencionar, por ejemplo, a Túpac Amaru o a las  insurgencias provinciales e indígenas en el contexto de las guerras de independencia, nos llevaría  ("sin darnos cuenta") a un terreno obsoleto que habría sido superado por el artículo de Bonilla-Spalding de hace más de cuatro décadas.
Con seguridad, Tanaka no se  ha dado el trabajo de leer las decenas de artículos y libros que han cuestionado y propuesto interpretaciones alternativas al viejo artículo de Bonilla y Spalding. Porque si lo hubiera hecho sabría que ellos no dijeron nada nuevo. Como lo he afirmado ya en trabajos previos, la versión de que la independencia  "vino de fuera"  fue suscrita tan ampliamente en el Perú republicano de comienzos del siglo XIX, que le cupo a un historiador chileno, Benjamín Vicuña Makenna, al promediar el siglo, decirles a los peruanos cuáles fueron sus aportes a su propia independencia (los nacionalismos de diverso tinte político que  surgieron a lo largo del siglo XX  reaccionaban  precisamente contra una larga corriente historiográfica autoflagelatoria). La otra famosa premisa de Bonilla y Spalding, que la independencia del Perú  habría ocurrido frente a la mirada impávida de los sectores populares es quizá la mejor superada (como lo ha admitido la propia Spalding), y no solo por la literatura posterior a su publicación –incluyendo mis propios trabajos– sino anterior a ella, pero que los autores entonces marxistas como Bonilla no se tomaron el trabajo de leer por el desprecio intrínseco que sentían por la historiografía del siglo XIX y por el  trabajo de archivo. ¿Nos hace "conservadores" el trabajo histórico rigurosamente documentado y el tomar distancia del paradigma del "intelectual de vanguardia", el revolucionario que se siente por encima de las evidencias de la historia, y que tanto daño le ha causado ya al país? Tal vez Tanaka tendría que pensar hasta qué punto sus insinuaciones no lo alinean con un campo en el que él no se imagina que converja.
La historiografía sobre la independencia ha tenido aportes significativos en las últimas décadas. Uno de los más influyentes ha sido el subrayar la importancia de los cambios políticos que la independencia trajo consigo, y que tanto la  historiografía marxista-dependentista del siglo XX como los indigenismos actuales consideran irrelevantes o, a lo sumo, cosméticos. Hoy ha triunfado en los medios académicos una lectura "panhispánica" de las independencias hispanoamericanas, según la cual no puede hablarse de independencia antes de 1808, año en que la invasión de los ejércitos de Napoleón en la península ibérica habría impulsado una revolución democrática en el mundo hispánico, la misma que habría conducido, en una sucesión de contingencias, a las independencias de las colonias americanas y, simultáneamente al nacimiento de España como nación moderna. Los aportes de esta corriente historiográficas son innegables, y quisiera rescatar tres en particular: el incidir en el carácter revolucionario de las  concepciones y prácticas políticas surgidas entre 1809 a 1814, el cuestionamiento a la idea de nación como un destino predeterminado, y la importancia del liberalismo político de factura hispánica, que habría de influir decisivamente en nuestras  legislaciones republicanas.
Pero existen vacíos que esa historiografía panhispánica no ha sabido aclarar y que no contribuyen mucho a entender el complejo proceso peruano sin repetir las convenciones existente. Ya que al concebir los cambios políticos desde un ámbito puramente formal, institucional, de arriba hacia abajo, y soslayando los aspecto sociales, culturales y económicos, contribuye a silenciar la violencia que caracterizó tanto a las rebeliones mestizas e indígenas antiespañolas que estallaron en diversas  provincias del  virreinato peruano, como su también violenta represión, antes y durante el periodo de 1808-1814 y que, en algunos casos, como fue Cuzco entre 1814-15,  instauraron gobiernos independientes en abierta ruptura con España y con repercusión continental. Estos silencios debieran hacernos pensar, porque hechos análogos, y aún de menor envergadura, son recordados en el resto de países hispanoamericanos como el inicio de su independencia y celebrados como el día del onomástico nacional. Mientras, en el Perú, el bicentenario de la insurgencias de Tacna en 1811 y 1813, de Huánuco en 1812,  la revolución del  Cuzco de 1814-1815 vienen siendo silenciados inverosímil, pero eficazmente, por un discurso historiográfico y mediático centralista que no se cansa de proclamar que estamos "rumbo al bicentenario", reduciendo así la independencia del Perú, que fue proceso complejo, múltiple, violento, y que abarcó un gran número de provincias, a un sólo hecho que ocurrió en medio de ese proceso, el 28 de julio 1821 en Lima, convirtiendo los acontecimientos posteriores y anteriores en "no eventos", para usarla acertada expresión de Michel-Rolph Trouillot.
Pero  este discurso centralista es tanto más efectivo cuando se plantea de manera subliminal y sin palabras, es decir, a través de la imagen. Ya que no es casual, de un tiempo a esta parte, ver reproducido, de manera casi serial, en noticieros, afiches de congresos  académicos y carátulas de libros, un cuadro pintado por Juan Lepiani en el que un solemne San Martín, acompañado de la máxima autoridad eclesiástica, proclama, en el balcón de la plaza de armas de Lima, que el "Perú es libre e independiente", aunque ello distaba por supuesto de ser cierto. Y no sabemos si hoy lo es. Debería pues dar mucho que pensar que  esta imagen pintada en 1904, en pleno auge de la llamada República Aristocrática, cobre hoy tanta aceptación en el imaginario limeño de la independencia nacional.
En síntesis, la narrativa nacionalista de la independencia de acuerdo a la cual ésta habría sido  proceso un endógeno y continuo de luchas anticoloniales que se iniciaron con la rebelión de Túpac Amaru en 1780 y culminaron en la batalla de Ayacucho en 1824 –que se convirtió en historia oficial  por primera (y última) vez con Velasco– se ha desmoronado sin que ninguna de las corrientes historiográficas existentes logre proponer una cronología alternativa que inspire un mínimo de consenso.
Quienes organizamos el concurso de ensayos y coloquio internacional arriba mencionados  detectamos en este vacío una oportunidad para el debate, para un intercambio integrador que dé cabida a las voces de diversos pueblos y regiones del Perú. Nuestros principales objetivos han sido expuestos en diferentes medios y re-enfatizados en el mencionado artículo de Estenssoro al que remito a las lectoras y lectores. Sólo queda enfatizar que se buscaba, además de escuchar, reconocer y valorar la historia producida por historiadores locales y regionales, romper con los círculos viciosos inherentes a  los concursos de ensayos, cuyos resultados son siempre previsibles: los ganadores suelen ser gente de las mismas universidades y lugares, que muchas veces se conocen entre sí, reproduciendo el elitismo intrínseco a nuestras dispares estructuras educativas, económicas y sociales. Creemos haber dado un paso para superar esa problemática al realizar una convocatoria abierta que dio cabida a la diversidad lingüística del país, y sin limitarlo a las fronteras nacionales actuales.
Los tres ganadores del concurso, que con sus investigaciones inéditas en archivos locales abren nuevas perspectivas para entender la independencia peruana desde Huacho, Arequipa y Tarapacá, expondrán sus investigaciones junto con reconocidos especialistas peruanos y extranjeros que han dedicado años a investigar la problemática independentista a nivel continental,  el  7 y 8 de agosto en el hemiciclo Raúl Porras Barrenechea del Congreso de la República y en la Alianza Francesa de Miraflores, respectivamente. Quedan todos invitados a escucharlos. Les aseguramos que presentarán algo más que “intuiciones".
Finalmente, creemos que esta aproximación descentrada y plural a la historia de la independencia es especialmente necesaria en un momento en que se busca instalar un "pensamiento único" basado en el triunfalismo económico que intenta prescindir de la historia como disciplina y como fuente de entendimiento del presente --lo que yo llamo el historicidio-- para favorecer  una identidad nacional basada en el consumismo y la gastronomía y donde la historia, y el país, existen sólo como caricatura, logo, o póster turístico para atraer inversiones. Dar cabida a una historia de la independencia bien entendida supone pensar en la complejidad del proceso que nos convirtió en república, a la luz de las evidencias y sin espejismos, y así también revitalizar conceptos políticos como ciudadanía e igualdad de derechos, que nacieron precisamente con la independencia, pero que se soslayan o banalizan en los discursos patrioteros pues constituyen una piedra en el zapato para quienes le temen al cambio y no escatiman en promover la violencia y justificar el racismo para evitarlo.

martes, 14 de agosto de 2012

El espectáculo de la civilización

Por Nelson Manrique, historiador. (Visto en LA REPUBLICA)


El reciente libro de Mario Vargas Llosa La civilización del espectáculo (Alfaguara 2012) viene provocando, como era de esperar, una amplia polémica.

Vargas Llosa abre su ensayo con una constatación provocadora. Posiblemente nunca en la historia se ha escrito tanto como ahora sobre la cultura, precisamente cuando ésta, “en el sentido que tradicionalmente se ha dado este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer. Y acaso haya desaparecido ya, discretamente vaciada de su contenido y éste reemplazado por otro, que desnaturaliza el que tuvo” (9). Ese nuevo contenido que ha asesinado a la cultura, o está en trámite de hacerlo, es la civilización del espectáculo.
“¿Qué quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal” (23). La muerte de la cultura y su reemplazo por el espectáculo y el simulacro constituye para Vargas Llosa la razón última de todas las desgracias que aquejan al mundo, desde la crisis ética y económica hasta degradación de lo que otrora fueron grandes quehaceres humanos como las letras, el arte, la política, la religión, el sexo, etc.
Para Vargas Llosa el triunfo de la civilización del espectáculo fue una consecuencia de la prosperidad vivida luego de la Segunda Guerra Mundial, que permitió el crecimiento de la clase media, el bienestar, la libertad de costumbres y un espacio siempre creciente para el entretenimiento. El otro factor -el más importante para su argumentación- fue la democratización de la cultura: “Se trata de un fenómeno que nació de una voluntad altruista… (pero que) ha tenido el indeseado efecto de trivializar y erosionar la vida cultural… la cantidad a expensas de la calidad” (26).
La democratización de la cultura, afirma, provocó “la desaparición de la alta cultura, obligatoriamente minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo en sus claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura” (24). Provocó luego la desaparición de la crítica y su reemplazo por la publicidad, “convirtiéndose ésta en nuestros días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector determinante” (26). A ella se añadió la masificación, que fue acompañada por “la extensión del consumo de drogas a todos los niveles de la pirámide social” (28), el laicismo, la banalización de la política, el eclipse de los intelectuales, el empobrecimiento de las ideas como fuerza motora de la vida cultural, el reemplazo de la información por el entretenimiento, la frivolización como norma, la degradación del sexo, etc.
¿Qué entiende Vargas Llosa por cultura? En primer lugar, se trata de un bien preciado creado por Occidente, y más específicamente por Europa. En las más de 150 páginas de su ensayo no hay una sola mención a las riquísimas creaciones, pasadas y presentes -ni siquiera en las materias que le preocupan, las letras y las artes-, de la India, China, Japón, Mesoamérica, ni, por supuesto, los Andes. No existe ni la más remota alusión a que éstas pudieran haber influido de alguna manera en el desarrollo de la humanidad. A lo más, figura el mundo musulmán, como reflejo invertido de lo que es la cultura. Europa es la creadora de la “cultura de la libertad” y ésta es la única que merece llamarse “cultura”.
En segundo lugar, como ya se ha visto, la cultura para Vargas Llosa es un quehacer de pequeñas minorías, elites. No cabe siquiera la distinción entre “alta” y “baja” cultura, aunque sociólogos y antropólogos hayan sembrado la confusión sobre una materia tan clara. Los antropólogos “establecieron que cultura era … todo aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora”, definición que, por supuesto, él rechaza: “una cosa es creer que todas las culturas merecen consideración ya que en todas hay aportes positivos a la civilización humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen ... La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores” (46). Los sociólogos, por su parte, han ido más allá, “incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular” (idem).
Hay, pues, bastante materia por discutir. Volveré sobre el tema.
II
En su libro La civilización del espectáculo (Alfaguara 2012) Mario Vargas Llosa rechaza que las culturas tengan igual valor. Para él, es un hecho establecido que hay culturas superiores e inferiores y sólo el miedo a la sanción social impide proclamar públicamente esta obvia verdad: “La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores” (46).
La distinción que él establece entre culturas vale también para adentro, para los componentes de una cultura nacional, porque las creaciones populares no merecen el nombre de cultura. Los sociólogos, sostiene, han enredado las cosas, “incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular” (idem). Para él, tiene una gran culpa en esta desgraciada deriva el crítico literario ruso Mijail Bajtín: “Bajtín y sus seguidores … abolieron las fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante” (47). El resultado ha sido un discepoliano cambalache: “De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos” (idem).
Comencemos por la desigualdad entre las culturas. Mario Vargas Llosa está absolutamente convencido de la superioridad intrínseca de la cultura europea: “la civilización”, el culmen del desarrollo cultural de la humanidad, “la cultura de la libertad”, que todos debieran tener la dicha de alcanzar. Dicho sea de paso, ese es el don que prometen los proyectos coloniales: “civilizar” a los nativos. Por supuesto, Vargas Llosa se refiere a la cultura europea nacida con la modernidad, pues hasta inicios del siglo XVI la Europa que salía del Medioevo se encontraba atrasada con relación a otras culturas, como la china, como lo ha mostrado, entre otros, el francés Olivier Dollfus.
¿Cómo explicar que unas culturas alcancen una difusión universal y otras terminen arrinconadas, o eventualmente desaparezcan? Para Mario Vargas Llosa esto es el resultado natural de la superioridad de unas y la inferioridad de otras: el castellano se impone y el quechua y el náhuatl declinan porque la cultura asociada a aquel es superior a las de éstos.
Pero, variando el ángulo de enfoque, resulta difícil creer que al iniciarse la expansión europea la cultura castellana fuera significativamente superior a la catalana, gallega, vasca o valenciana, para hablar de sus vecinas, o la provenzal, para ir más allá de los límites de España. Quienes conocen estas lenguas opinan que son tan buenas como el castellano. ¿Cómo explicar entonces que cinco siglos después sus vecinas sean apenas lenguas regionales de unos pocos millones de hablantes, mientras el castellano (español, para los españoles) sea la lengua hablada por 500 millones de seres humanos, la segunda más hablada del mundo (tras del chino mandarín) por el número de personas que la tienen como lengua materna, sea hablada en 75 países y sea el idioma oficial de 21? Esto no es el resultado de su intrínseca superioridad sino de que era la lengua hablada por la potencia colonial que impuso su hegemonía en el mundo durante tres siglos.
El poder económico colonial –y por supuesto el militar que le acompaña– permite imponer la lengua y la cultura de los conquistadores. Eso lo tenía muy claro Antonio de Nebrija, el autor de la Gramática de la Lengua Castellana, la primera gramática de una lengua popular del mundo, en una fecha tan temprana como 1492, cuando la dedicó al rey de España explicando que sería un instrumento fundamental para imponer la cultura del conquistador a los vencidos. El mismo razonamiento vale para el portugués, hablado hoy por más de 250 millones, y para el inglés, la lengua impuesta por Inglaterra y EEUU, las dos potencias hegemónicas durante los dos siglos siguientes, que hoy es hablado por mil millones.
No estamos pues ante “culturas ricas” y “culturas pobres” sino ante culturas asociadas a sociedades ricas (y poderosas) y culturas asociadas a sociedades pobres (y dominadas). La cultura, como todo quehacer humano, tiene una base material y en la relación entre ambas está la clave de su fortuna, o la falta de ella.
Continuará.
III
En La civilización del espectáculo (Alfaguara 2012) Mario Vargas Llosa afirma que existen culturas superiores e inferiores: de una parte la cultura europea y de la otra las de los demás continentes.
El objetivo último de la cultura es crear una trama de significaciones que dé sentido a lo que somos, nuestro lugar en el universo y nuestro quehacer humano. Sostengo que no hay culturas superiores e inferiores porque toda cultura que es capaz de cumplir tales funciones tiene la potencialidad intrínseca de crecer y desarrollarse ilimitadamente. Las barreras que suelen limitarlas no son culturales sino económicas, y son igualmente económicas las razones que convierten a unas en hegemónicas y a otras en subordinadas. No es la superioridad de las culturas castellana, portuguesa e inglesa la que les ha otorgado mayor influencia a nivel mundial sino ser el bagaje de potencias coloniales que dominaron buena parte del mundo, y pudieron imponer no sólo su dominio económico y político sino también sus culturas y lenguas.
No existen culturas superiores e inferiores sino culturas de sociedades ricas y culturas de sociedades pobres. Las culturas que se asientan en la pobreza se desarrollan pobremente, mientras que las culturas sostenidas por una base económica poderosa se desarrollan con gran poder. Removidas las barreras que limitan a las “culturas pobres” estas suelen recuperarse con bastante rapidez.
La asociación entre cultura y economía es decisiva. Grupos sociales de condición económica semejante muestran un nivel de desarrollo cultural similar, aun si pertenecen a distintas culturas. El castellano hablado por los campesinos de Cajabamba (tomo un ejemplo que me sugirió Alfredo Torero) es tan pobre como el quechua que hablan los campesinos de ciertas provincias de Andahuaylas: ambos tienen un léxico muy limitado; apenas algo así como unas 450 palabras. Esto no es resultado de su “inferioridad cultural” ni de la pobreza intrínseca de las lenguas que hablan sino de la pobreza de las experiencias a las que su marginalidad económica los confina. El quechua no necesitará crear un léxico para designar el mundo de la informática mientras éste sea ajeno a la experiencia de una fracción significativa de sus hablantes.
Toda cultura humana es capaz de asimilar los logros culturales de las otras y de poder nombrarlos en su propia lengua, y toda lengua, y toda cultura, pueden enriquecerse ilimitadamente con los logros de sus cultores y los aportes de los otros. Recientemente la Real Academia Española ha incorporado a su Diccionario los términos “tuitear” y “tuit”, castellanizando términos que aluden a la navegación en el Twitter para las cuales no existían palabras en el castellano. Cuando tuitear se vuelva un quehacer habitual para los quechuahablantes estos crearán las palabras adecuadas para expresarlo, o las adaptarán de otras lenguas.
La supuesta “superioridad” e “inferioridad” de las culturas es consecuencia de las diferencias sociales, y principalmente económicas, que separan a sus cultores. Si se compara, por ejemplo, las culturas indígenas y la cultura occidental en el Perú, esta última aparece como inmensamente superior a aquellas. Pero estamos comparando lo incomparable: por una parte culturas de grupos social y económicamente deprimidos, que sufren todos los tipos de marginación, excluidos de todos los circuitos de poder económico, político y simbólico, excluidos del sistema educativo, sin especialistas de la cultura rentados y cuyos cultores son productores materiales que se ganan la vida con sus manos (agricultores, artesanos, comerciantes, informales), que adicionalmente producen cultura. Culturas quebradas en su estructura interna por la represión colonial y que a pesar de eso sobreviven y crean. De la otra, una cultura oficial que cuenta con inmensos recursos: ministerios de educación y cultura, presupuestos de miles de millones, circuitos de universidades, colegios, escuelas, bibliotecas, laboratorios, museos, centenares de miles de especialistas de la cultura (los maestros) pagados por el Estado o por el sector privado, industrias culturales y editoriales, amplios circuitos de difusión nacional e internacional. Y lo más importante, intelectuales que, dentro de la división social del trabajo, se ganan la vida produciendo cultura. La diferencia está en la base económica.
Continuaré.
IV
En La civilización del espectáculo (Alfaguara 2012, Mario Vargas Llosa afirma que existen culturas superiores e inferiores y además que, al interior de un mismo grupo social –como una nación por ejemplo– solo merece el nombre de cultura la producción de una pequeña elite, quedando fuera el quehacer creativo del resto de la sociedad.
Vargas Llosa rechaza hasta la separación entre la “alta cultura”, “cultura culta” o “cultura de elite”, y la “baja cultura” o “cultura popular”. Para Vargas Llosa, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria han sembrado la confusión sobre este tema, “incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular” (p. 46). La “incultura”, según el diccionario de la RAE, es la “falta de cultivo o de cultura”. El resultado, sigue MVLl, es un oceánico cambalache, que podría terminar en “un mundo sin valores estéticos” y hasta en extinción de la cultura misma: “De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura a los seres cultos de los incultos” (ídem). Detengámonos en las relaciones entre la “cultura de elite” y la “cultura popular”, la no-cultura, para Vargas Llosa.
Un momento decisivo en la historia de la humanidad fue aquel en que aparecieron los especialistas de la cultura; gente que dentro de la división social del trabajo tenía como función exclusiva el trabajo intelectual. Esto solo fue posible cuando la humanidad alcanzó un cierto grado de productividad. Mientras los humanos fueron solo recolectores, cazadores y pescadores todos los integrantes del horda tenían que trabajar manualmente para producir los medios de vida imprescindibles para su supervivencia; quien hubiera pretendido dedicarse solo a las labores del pensamiento hubiera muerto de inanición. Fue solo con el descubrimiento de la agricultura que los humanos empezaron a producir más de lo que consumían y con el tiempo se creó un excedente económico permanente y en continua expansión, que a un determinado nivel permitió la separación del trabajo manual y el trabajo intelectual. Ahora la sociedad podía mantener a una fracción social, los intelectuales, que podían desentenderse del trabajo manual porque la sociedad les aportaba los medios de vida necesarios para su supervivencia.
La distinción fundamental entre la “cultura de elite” y la “cultura popular” es que la primera es el resultado del trabajo de especialistas de la cultura que ejercen el trabajo intelectual como manera de ganarse la vida, mientras que la cultura popular es producida por trabajadores que producen manualmente (artesanos, obreros, campesinos, comerciantes) y adicionalmente producen cultura. Hay estrechas relaciones entre ambas; Antonio Gramsci sostenía que una cultura nacional vigorosa es aquella donde los especialistas de la cultura recogen lo mejor de la cultura popular (mitos, cosmovisiones, saberes empíricos, artesanías) y, premunidos de determinadas herramientas conceptuales, son capaces de convertirlo en saber especializado o “alta cultura”: literatura, filosofía, ciencia y tecnología, arte. A su vez, el saber de los especialistas, convertido en “buen sentido”, retornaba sobre saber popular, enriqueciéndolo. Una de las mayores limitaciones de nuestra cultura peruana es la dificultad de los especialistas de la cultura en buscar en nuestros riquísimas culturas populares los temas sobre los cuales producir un saber especializado original.
Los especialistas de la cultura o intelectuales no son tan libres como creen serlo. En la Antigüedad tenían que trabajar para monarcas (Platón, Aristóteles, Séneca), en la Edad Media para la Iglesia, durante el Renacimiento para las familias patricias que ejercían de mecenas y hoy para el mercado.
Ahí nace uno de los grandes problemas de Mario Vargas Llosa. Su cerrada defensa en la economía de mercado, como la única instancia que debe asignar el valor de las cosas, produce en el ámbito de la cultura resultados que él abomina. En la sociedad del espectáculo: “la distinción entre precio y valor se ha eclipsado y ambas cosas son ahora una sola, en la que el primero ha absorbido y anulado al segundo ... El único valor es el comercial ... El único valor existente es ahora el que fija el mercado” (p. 22).

V
La convicción de que a la Edad de Oro –nuestra era– inevitablemente debe sucederle el asalto de los bárbaros, que arrasarán con todo atisbo de humanidad, parece ser una constante enraizada en nuestra condición humana. Los ecos de esta visión apocalíptica son claramente perceptibles en La civilización del espectáculo de Mario Vargas Llosa (Alfaguara 2012). Confieso que cuando leía las páginas que dedica a condenar la corrupción de una juventud motivada únicamente por la búsqueda de la diversión y el placer no podía evitar reírme recordando a esos canallas entrañables que son Les Luthiers y a su rap “Los jóvenes de hoy en día” (http://bit.ly/O2G7iC). Parecidas cosas se decían de los jóvenes de los cincuentas, que bebían sin medida, fueron excomulgados por el arzobispo de Lima, Monseñor Guevara, por bailar el diabólico mambo y consumían cocaína, que era especialmente popular entre los periodistas, que la llamaban “pichicata”, como lo ha recordado el propio MVLl. Posiblemente dentro de 50 años los jóvenes de hoy en día, que para entonces recordaran estos días como una experiencia de vida, dirán lo mismo de sus degenerados descendientes.
Vargas Llosa reconoce que en las tareas creativas, “el capitalismo provoca una confusión total entre precio y valor en la que este último sale siempre perjudicado” (p. 125). Reconoce también que supeditar el valor de la cultura a la oferta y la demanda monetaria disminuye y arrincona a las obras que demandan una cierta formación intelectual y una sensibilidad educada, en beneficio de “escritores, pensadores y artistas mediocres o nulos, pero vistosos y pirotécnicos”. Pero rechaza la conclusión de Octavio Paz, de que el mercado es el gran responsable de la bancarrota de la cultura contemporánea. Para MVL este desastre no “está relacionado directamente con el mercado, más bien con el empeño de democratizar la cultura y ponerla al alcance de todo el mundo” (ídem).
Aunque no lo acepte, Vargas Llosa cosecha simplemente los frutos de su cerrada defensa del mercado como el mejor juez del valor de los productos culturales. En un interesantísimo debate en torno a la decisión de los gobiernos de Francia y España de proteger su cinematografía frente a la invasión de las películas norteamericanas, Vargas Llosa rechazó enérgicamente que el Estado pudiera asumir una política de protección de sus creadores como un “despotismo ilustrado versión siglo veintiuno”. Sostuvo que los productos culturales debían ser tratados como una mercancía más, que si en algo se diferenciaba de una gaseosa o una nevera era en su maravillosa capacidad de generar aún más demanda cultural: “Es verdad que los productos culturales son distintos a los otros. Pero lo son porque… en vez de desplazar en el mercado a sus competidores, les abren la puerta, los promueven” (“Razones contra la excepción cultural” El País, 25/7/2004, http://bit.ly/OnLiQ4). Entre esta entusiasta defensa del capitalismo como el gran promotor cultural, a su reconocimiento de hoy, de que el mercado promueve mejor a creadores “mediocres o nulos, pero vistosos y pirotécnicos” median 8 años y un desierto de desencanto.
En defensa de sus posiciones, Vargas Llosa sostuvo que quienes planteaban que los defensores de la “excepción cultural” promovían un inaceptable chovinismo. En una excelente respuesta el sociólogo francés Pierre Bourdieu le recordó que la libertad de los creadores se ganó siempre en duras luchas contra el poder constituido, y en esta época contra la tiranía del mercado, así como cuánto había hecho Francia por promover la cultura universal, más allá de las estrechas fronteras nacionales: “Joyce, Faulkner, Kafka, Beckett y Gombrowicz, productos puros de Irlanda, Estados Unidos, Checoslovaquia y Polonia fueron hechos en París, igual número de cineastas contemporáneos como Kaurismaki, Manuel de Oliveira, Satyajit Ray, Kieslowski, Woody Allen, Kiarostami y tantos otros” (“Más ganancias, menos cultura”, http://bit.ly/SeJtBE).
Vargas Llosa ha defendido dogmáticamente la libertad de mercado en todos los ámbitos, incluido el cultural, pero se resiste a aceptar los resultados que la aplicación de su dogma tiene para la cultura. La convicción de que el mercado no debe conocer limitaciones es la madre de la sociedad del espectáculo, de la cual, dicho sea de paso, él es un importantísimo personaje.
          
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